
¿Entristecer con mi presencia su felicidad, ser un reproche, marchitar las flores que se puso en los cabellos para ir al altar? ¡Jamás, jamás! ¡Que su cielo sea sereno, que su sonrisa sea clara! Yo te bendigo por el instante de alegría que diste al transeúnte melancólico, extraño, solitario... ¡Dios mío! ¿Un instante de felicidad no es suficiente para toda una vida?
No.
Noches blancas es una novela de la primera etapa de la trayectoria de Dostoievski, esto es, antes de su condena a muerte y posterior estancia en presidio. En este periodo es muy notable la influencia de Gogol y se puede considerar como rasgo distintivo cierto dulce patetismo -que en sus novelas posteriores se quedaría en patetismo, a secas-. No obstante, ya se denota la perspectiva psicológica que le convertiría en el fundador de la novela psicológica.
La novela nos habla de un soñador solitario que, por un casual, se encuentra con una dama de la que se llega a enamorar; la dama espera a su galán, que después de un tiempo fuera ha vuelto a la ciudad, y a pesar de que prometió casarse con ella, aún no ha ido a visitarla. El soñador, un poco a lo Myshkin, se mete donde no le llaman y logra hacer feliz a su Nástenka y destrozarse el corazón: algo habitual. Sin embargo, lo que me parece monstruoso de
Noches blancas es su desenlace: el perdón que da el soñador a Nástenka es ridículo. Y no porque Nástenka sea culpable, que no lo es, sino porque un ser humano enamorado no actúa así: es mucho más realista el soñador agriado que dibuja Dostoievski en
Memorias del subsuelo.
Cuando leí
Noches blancas debo admitir que me impactó: de hecho, la muy factible posibilidad de que fuera algo vivido por Dostoievski me hizo acercarme a él, igual que a Kierkegaard, como compañeros en el desengaño amoroso. Al recordar la actitud del soñador no puedo dejar de recordar tiempos pasados: sin embargo, ese soñador es demasiado buen samaritano. Ah, qué bien le vino Siberia a nuestro Fiódor...