Apenas 2 siglos antes de que Lars Von Trier ganara la Palma de Oro en Cannes con Dancer in the Dark, Napoleón Bonaparte ordenó detener al "anónimo autor de Justine y Juliette". Ese detenido, que pasaría encarcelado el resto de sus días, es conocido hoy en día por el nombre de Marqués de Sade.
Las dos novelas que llamaron la atención del Gran Corso constituían un insulto directo a la fe, a la fe en cualquier principio. La más monstruosa de ambas es, sin duda, Justine: Sade martiriza a la protagonista de la novela, una muchacha virgen y creyente, hasta los extremos más grotescos. Justine es robada, violada y esclavizada repetidas veces, y, aún así, sigue creyendo en la misericordia divina, en lo que constituye para cualquier lector una burla hacia la fe en la bondad divina.
Doscientos años después, un director danés repetía la misma línea argumental de Justine en su Trilogía del Corazón de Oro: Rompiendo las olas, Los idiotas y Bailar en la oscuridad. En las dos primeras, LVT proponía las reglas del juego; posteriormente, en Dogville, nos daría una solución. Pero Dancer in the Dark es la más extrema de la trilogía, su sublimación, la más... sádica. Ya que nombramos de nuevo a Sade, me gustaría apuntar una diferencia importante entre las obras del danés y el francés: aunque ambos son moralistas acérrimos, sus éticas se contradicen entre ellas, apuntan a utopías distintas. Por ello en Trier el sacrificio tiene un significado, mientras que en Sade sólo es un signo de estupidez. Sin embargo, en la forma de sus creaciones, hay importantes paralelismos: Von Trier utiliza las bases del género que típicamente en el cine había significado la felicidad, el musical, para mostrar la infelicidad absoluta, el Infierno de los Hombres. El film de Von Trier no nos habla de Dios, pues dos siglos después de Sade ya no queda nada de él: habla de la sociedad humana, construye una mofa hacia la natural bondad de nuestra especie y su máxima expresión, el Estado. E igual que el Divino Marqués, es un juego tan arriesgado, tan grotesco, que es completamente normal que muchos lo rechacen por ridículo: Trier no hace más que emplear una historia propia del telefilm, exaltándola hasta convertirla en un grito insoportable.
Hay dos factores más que me interesaría destacar en la película. El primero es la actuación de Björk. Es una interpretación extraña, especial: mientras la veía me recordaba a aquellos modelos que utilizaba Bresson en sus películas. Pero mientras que los no-intérpretes de las películas del autor de Notas sobre el cinematógrafo, son cualquier cosa menos emotivos, la interpretación de Björk es todo lo contrario. La cantante islandesa parece estar alucinada, alienada. La hipnosis ya había sido un tema recurrente en el cine del danés: el final de Epidemic (donde se hipnotizó realmente a una actriz) o el inicio de Europa son prueba de ello. ¿Podría Trier haber encontrado una respuesta al dilema de Bresson?
El otro punto de interés son las características estéticas del DOGMA, y particularmente, la cámara al hombro. En general, ese manifiesto me parece un grave error, por lo menos como método a seguir para todo el cine que pretenda no convertirse en "ilusiones para mostrar las emociones". Una película DOGMA puede ser tan tramposa y estar tan atada a las convenciones de género como cualquier otra: a día de hoy, creo que eso ya está probado. Sin embargo, Dancer in the Dark pone de relieve las virtudes del método antes que sus defectos: acierto que radica en la crudeza y el dolor que emanan de la cinta, especialmente de Björk. Si el DOGMA funciona aquí es porque logra evitar ese peligro que antes he mencionado: que la cinta acabara cayendo en el telefilm. Porque Dancer in the Dark utiliza, igual que las malas películas, emociones muy básicas, pero llevándolas hasta un extremo casi inconcebible.
Pero precisamente en su radicalidad Dancer in the Dark encuentra su razón de ser: si Trier aflojara un poco la trampa que dibuja alrededor de Selma, el film se convertiría en un pastiche; si Björk interpretara, por muy bien que lo hiciera, en vez de estar poseída por alguna deidad furiosa, la película se destaparía como un guirigay ridículo. Incluso el tan discutido DOGMA funciona, especialmente, en ese terrible final que sedució incluso al mismísimo Ingmar Bergman, por lo demás muy escéptico con el cine de Trier. Sin embargo, esa misma radicalidad de la propuesta la convierte en una película sobre la que no se puede edificar, no se puede crear un nuevo cine: una película excepcional y única.
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